05 julio 2013

Tarde de verano

Llegó justo a las tres
y veinticinco
y le sobraba tiempo para soñar las miradas de toda la gente que le rodeaba.
Le gustaba esperar, contemplar
a la gente,
inventar sus historias y hacer volar sus sueños en mil pedazos.

Esperó mirando sin ver,
un poco encorvado
de llevar tantos sueños perdidos
sobre la espalda en una mochila que no se veía pero pesaba más que su propia vida.
Contó hasta cien
y pensó en los números y su curiosa curvatura.

Era como si no pasara el tiempo,
que seguiría allí siempre,
esperando delante de la puerta de ese portal y
mirando cómo vivían
desechados
los anhelos de los vagabundos en un banco repleto de cervezas.

Soñó en sus vidas
cargadas de desgracias
perdidas algún día hace mucho tiempo,
escondidas en litros de borracheras y malos olores,
abrigadas por una moneda
de algún transeúnte bondadoso.

Las tres y media. Mira el móvil.
Levanta la mirada de los mendigos
para mirar el portal.
"Ya baja, no seas prisas".
"Ensaya una sonrisa,
un piropo".
Tiene cien mil millones de hormigas correteando en su estómago
y una mariposa muerta.

Sale una señora mayor del portal
para bajar la basura.
¿Quién baja la basura a las tres y media de la tarde?
Hay quien prefiere tirar a la basura los restos de un corazón fragmentado
que desgarrarse las plantas de los pies pisando trozos de sueños rotos y afilados.

Hacía mucho calor y se le pegaba la camiseta a la espalda
y el corazón al pecho.
Nunca iba a acostumbrase tener que esperarla ni a que
cada segundo sin ella fuera un siglo perdido.

De pronto sintió la presencia de los cientos de coches que pasaban por la Castellana
y toda la contaminación que envolvía Madrid
y un qué coño estoy haciendo aquí quiso asomarse en su cabeza.

No dio tiempo a nada más.
Ella apareció radiante atravesando la puerta del portal
y volvió a romper, como hacía siempre,
todos sus esquemas.

Podría haber sido una tarde perfecta de verano en Madrid,
pero era demasiado pronto.
A las tres y media compartieron un beso fugaz
ojos cerrados
manos cruzadas en espalda ajena
corazones latiendo al mismo compás
ruido de coches
nadie mirando
todos callados.

A las cuatro y veinte sus pies les habían llevado
a través de vagones de metro y palabras de amor
a un banco del Retiro.
De allí a la frescura de la hierba hubo un mar de besos y un océano de caricias.
Las palabras ya habían perdido valor
y todo se lo decían en el lenguaje de las bocas que no hablan.

Podría haber sido una tarde perfecta,
pero era demasiado pronto.
Pasaron las horas compartiendo la vida a través de sus ojos
y sus labios
y entonces se dieron cuenta de lo mucho que se querían
y de que separarse implicaría romper el hechizo.
Nunca debieron creer en la magia.

El sol se puso a eso de las diez
y no se dieron cuenta.
Habían perdido toda la tarde.
O tal vez la habían ganado.
Podría haber sido una tarde perfecta,
pero ya era demasiado tarde.

Prefirieron pasar una noche perfecta.

Enrique Suanzes

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